Pensamos lo que comemos

Aparentemente en un suspenso aletargado, la naturaleza espera callada la llegada de la primavera. Esta estación, de frío y carestía es en realidad lo que secretamente da fuerza y vigor a la Vida en su etapa de exhalación. Gracias a la inhalación y al retraimiento de la energía al interior, los fríos y prolongadas noches limpian a fondo nuestros campos; los limpian de plagas, enfermedades, desequilibrios. El invierno supone una oportunidad renovada para todos; un año más un nuevo ciclo comienza.

Primero, con lo que propicia el recogimiento, para poder hacer frente a la expansión de la vida en toda su diversidad y riqueza. Y ese recogimiento suponía en el pasado, para las culturas que vivían del medio, un tiempo de reflexión, un tiempo de comunidad; de compartir historias al cobijo de la lumbre, de resolver problemas surgidos en temporadas previas, de compartir alimento y sabiduría para dar lugar a un espíritu nuevo y anhelante de vida.

Nosotros hemos aprovechado ese espíritu que aún yace, aunque profundamente, en la mayoría de nuestros semejantes para reflexionar de forma casi monográfica sobre algo tan elemental y trascendental como es nuestra comida, de dónde viene y cómo ha sido “creada”. Los alimentos básicos: las legumbres, hortalizas y frutas, las carnes y pescados, la leche y sus derivados, el cereal, los frutos secos y silvestres, la miel y otros productos de la tierra, no sólo conforman nuestra dieta sino también nuestros paisajes, biodiversidad y cultura. Nos hemos separado tanto de la tierra, hemos sucumbido de tal modo a un sistema que nos mantiene cautivos de la prisa y la productividad que hemos perdido el tiempo, la curiosidad, el criterio y la dignidad de exigir que nuestros alimentos cumplan ciertos requisitos. Hemos delegado esta función en los poderes públicos y la hemos resumido en una expresión todopoderosa: la seguridad alimentaria. Por supuesto que éste es el mínimo exigible, pero sólo el mínimo. Y, sarcásticamente, el método forzado y casi al límite que conlleva la producción industrial es el que pone en jaque la seguridad alimentaria por la que pagan justos por pecadores, ahogados entre papeleos y controles que hacen su labor artesanal y milenaria casi imposible de realizar.

Seguramente, cualquiera al que se pregunte si prefiere manzanas de Chile o de nuestra tierra, opte por lo segundo. También preferirá un alimento más rico, tanto para el paladar como desde el punto de vista nutricional. E igualmente, uno que sea criado con mimo, sin sufrimiento animal y con el mínimo de intermediarios y tratamientos entre el productor y el consumidor. Un producto variado que toque casi todas las cadencias de aroma y sabor. Un producto que nos impregne de recuerdos, muchos casi perdidos en el olvido. Si además la gente supiese que ligado a ese queso o aceite existe y pervive una cultura y una sabiduría a punto de desaparecer para siempre, un paisaje en mosaico testigo de una relación acuñada a través de generaciones de prueba y error entre el hombre y el medio, una biodiversidad amenazada y perfectamente entrelazada con la gestión que el ser humano ha venido haciendo de esa tierra, ¿no apreciarían aún más nuestros sabores, texturas y aromas? Con total transparencia y en igualdad de condiciones, entre un tomate criado con esos requisitos y uno que no los cumpla, estoy segura de que la mayoría elegiría el primero. Entonces, ¿qué ocurre? ¿Será la diferencia de precio el problema o, tal vez, la falta de información? Intuitivamente yo apuesto por la falta de información y transparencia, sumado al difícil acceso a muchos de estos productos como elemento clave y diferenciador. Nuestro reto es formar e informar y con ello apuntalar el nivel de exigencia de los consumidores. Queremos saber a costa de qué puedo elegir entre comerme una manzana más barata que viene de Chile o una más cara que viene del pueblo que está a 20 Km. Queremos saber qué cantidad de agua, erosión y productos químicos hay detrás de lo que se me ofrece en el súper. Quiero saber cómo se producen, procesan y empaquetan los alimentos que le doy a mi hijo. Quiero saber que personas hay y en qué condiciones trabajan, detrás del producto que compro. Si con mi dinero estoy alimentando a personas y familias, sabiduría y cultura, paisajes y biodiversidad o a las grandes marcas y multinacionales del mundo. Por último exijo que nuestra administración luche y haga lo necesario por poner en igualdad de condiciones el producto local, criado de forma tradicional o ecológica frente al producto extranjero.

El tema es sin duda apasionante. La alimentación es lo que nos define físicamente. Somos lo que comemos y pensamos como comemos. Espero que este número sirva para sembrar vuestras mentes con semillas de esperanza para que broten con fuerza esta próxima primavera y en los años venideros.

Autor/es: Odile Rodríguez de la Fuente – http://www.agendaviva.com